Apenas había nadie en la playa. Las olas, anchas y planas, se sucedían monótonas una tras otra. En las cercanías, lo que parecía una edificación mas que centenaria y majestuosa; al frente, un mar Mediterráneo casi tan grande como mi desazón. Me senté en la arena a contemplarlo y, con la vista concentrada en el vaivén de la espuma, perdí la noción del tiempo y me fui dejando llevar. Cada ola trajo consigo un recuerdo, una estampa del pasado: la memoria de aquel navegante que un día fui, de mis logros y temores, de los amigos que dejé atrás en algún lugar del tiempo; escenas de otras tierras, de otras veces. Y sobretodo, el mar que me trajo aquella mañana sensaciones olvidadas entre los pliegues de la memoria: la caricia de una mano querida, la firmeza de un brazo amigo, la alegría de lo compartido y el anhelo de lo deseado. Eran casi las tres de la madrugada cuando me sacudí la arena del pantalón. Hora de regresar, una hora tan buena como otra cualquiera. O tan mala, quizás…